nariz podrida
uno del año pasado, pero que bien podría ser de ayer (no, no es cierto. ayer pasé un día hermoso).
Siento que no sé hacer nada más que esto, pero al mismo tiempo tampoco tengo ganas de hacer nada. Las ideas me crecen cual champiñones en el cerebro, pero luego no consigo acumular suficiente fuerza de voluntad para reconocer sus formas, transmitirlas en lenguaje coherente, ameno, alturado. Las palabras se reproducen de forma descontrolada y todo se me llena de su textura esponjosa. Los hongos amenazan con irrumpir a través de mis córneas y dejo caer el libro que intento analizar al piso, ruedo la silla por encima, chach chak, suena, pero no me parece venganza suficiente y lo lanzo por la ventana. Ojalá le pase por encima un camión repartidor de productos hechos en China, abajo la cultura arriba el consumo desenfrenado. La ilusión de productividad me lleva a tomar el teléfono y perderme en un scrolling lleno de patetismo que intenta llenar el vacío que me produce mi propia existencia, pero no tardo en sucumbir a la desesperación. Cientos de personas que se presumen exitosas tratan de venderme formas de conquistar yo también el éxito asegurado, ser mi propia jefa, tus primeros 100k mensuales, yo también tenía poco pelo y mírame ahora, yo también era insegura como tú y mira ahora lo regia mamasita que me ves en la palma de tu mano, y un infinito etcétera. Termino por tirar el teléfono a la papelera que está justo debajo de mi escritorio, derrotada. Me rindo ante la evidencia. Mi incapacidad crónica para concentrarme me obliga a declararme perdedora, fuera de juego, no clasifica para la próxima ronda váyase a su casa señora y no salga de ahí, que aquí no la quiere nadie. Creo que finalmente he agotado cualquier rezago de capacidad productiva que hubiera jamás habitado mi masa encefálica, así que fantaseo con cambiarme de identidad, huir a una ciudad lejana y pretenderme sanadora espiritual o algún delirio semejante. Decir que no puedo tocar dinero y dejar que el pueblo me alimente a base de sobras cuando cae el crepúsculo, o hacer una formación en bitcoins e invertir mis ahorros de formas tan arriesgadas que consigan multiplicar mi dinero como los panes y los peces de Cristo, pero mis habilidades matemáticas hacen realmente mucho más factible la primera opción. Me escribe una antigua colega del trabajo, me mortifico con su disciplina y con la rigurosidad con la que afronta su vida laboral, pero luego recuerdo que la diferencia principal entre ambas es que ella tiene trabajo y yo no. Yo lo perdí. Se me extravió en algún punto entre la motivación y la cordura, entre los sueños delirantes y la flojera infinita de seguir pretendiendo ser alguien que no soy.
Y ahora lo que se espera de mí es que siga intentándolo, que siga jugando a la ruleta rusa con el algoritmo, ignorando el intestino descontrolado y el pánico nocturno y la ansiedad que avanza por las tardes mordisqueándome las plantas de los pies. Tú sigue esforzándote, que al que madruga Dios lo ayuda y si no te gusta madrugar pues te jodes, porque aquí sólo hay espacio para los fuertes, los luchadores, los que no se dan por vencidos ni aunque tengan que afrontarse a mano pelada contra doce gigantes armados y tú sólo tengas tu teclado y tus piernas enclenques y el firme convencimiento de que sin la literatura no vas a ser capaz de sobrevivir el próximo invierno en el exilio. Así que sigue moviéndote y tirando piedras aunque no des en el blanco, porque el verano siempre se acaba demasiado rápido y si no haces nada se te van a congelar los miembros y se te caerá la nariz de podrida.